Cuando falleció mi padre, se encargó de hacer la lápida un funerario de Pamplona, cuya funeraria estaba junto al cementerio, lugar que se llama Berichitos, junto al río Arga, por lo que existe una cuesta bastante empinada y larga que lleva desde la ciudad, elevada sobre el río, hasta el cementerio. Al final de la cuesta, casi abajo del todo, estaba la funeraria.
Resultó que, un día, me llamó el funerario pidiéndome que bajase a la funeraria porque era muy urgente y necesitaba hablar conmigo, a vida o muerte. Le contesté que era ya muy tarde, más de las diez de la noche y que ni de coña bajaba yo a tan siniestro lugar a esas horas. Me dijo que no, que estaba iluminada la cuesta, que había luces por todo, que no fuera miedica, que era muy urgente, que si tal que si cual, total que... me sentí obligado a hacerle el favor y bajé.
El coche había que dejarlo arriba del todo, pues había unos pivotes que impedían el paso de vehículos, bajé del coche, serían las once de la noche y como había luces de las otras funerarias y de la iluminación pública, pues, me presenté en la puerta y llamé.
El hombre en cuestión tenía la funeraria que parecía la casa de los horrores, el sonido del timbre parecía el de la puerta del castillo de Drácula, había unos angelotes espantosos, unas vírgenes que daban miedo, de ultratumba, unos cristos de salir corriendo y yo allí, esperando en la puerta, a que me abriera.
En la carretera, en la cuesta, había otras funerarias, todas mostraban en el exterior piedras, lápidas, cruces, ángeles, cristos, vírgenes, caras, cuerpos, era un paisaje evocador.
Por fin abrió, pasados más de cinco eternos minutos, y entré, escuchando los ladridos de dos doberman que tenía por ahí para cuidar de la funeraria. Me contó sus cuitas, le escuché, y, pasada la una de la madrugada, nos despedimos. Cuando salí a la puerta, para volver a subir la cuesta, por arte de magia, se apagaron todas las luces, todas, incluido el alumbrado público y las de las funerarias, apenas se veía entre la oscuridad, cuando mis ojos se acostumbraron, las sombras amenazantes de las piedras, lápidas, cruces, ángeles, cristos, caras... que parecían cobrar vida ante mí. Sonaron también los ladridos de los perros, de unos cuantos más de los que yo había oído al bajar, y, ni corto ni perezoso, ¡¡¡batí el record intergaláctico de subir cuestas!!!
Llegué arriba, logré abrir el coche, me metí dentro, salí a todo gas, y, aun hoy, se me pone la carne de gallina recordando aquello.
No hace falta fumar canutos para sufrir la paranoia, os lo juro. 8O
Resultó que, un día, me llamó el funerario pidiéndome que bajase a la funeraria porque era muy urgente y necesitaba hablar conmigo, a vida o muerte. Le contesté que era ya muy tarde, más de las diez de la noche y que ni de coña bajaba yo a tan siniestro lugar a esas horas. Me dijo que no, que estaba iluminada la cuesta, que había luces por todo, que no fuera miedica, que era muy urgente, que si tal que si cual, total que... me sentí obligado a hacerle el favor y bajé.
El coche había que dejarlo arriba del todo, pues había unos pivotes que impedían el paso de vehículos, bajé del coche, serían las once de la noche y como había luces de las otras funerarias y de la iluminación pública, pues, me presenté en la puerta y llamé.
El hombre en cuestión tenía la funeraria que parecía la casa de los horrores, el sonido del timbre parecía el de la puerta del castillo de Drácula, había unos angelotes espantosos, unas vírgenes que daban miedo, de ultratumba, unos cristos de salir corriendo y yo allí, esperando en la puerta, a que me abriera.
En la carretera, en la cuesta, había otras funerarias, todas mostraban en el exterior piedras, lápidas, cruces, ángeles, cristos, vírgenes, caras, cuerpos, era un paisaje evocador.
Por fin abrió, pasados más de cinco eternos minutos, y entré, escuchando los ladridos de dos doberman que tenía por ahí para cuidar de la funeraria. Me contó sus cuitas, le escuché, y, pasada la una de la madrugada, nos despedimos. Cuando salí a la puerta, para volver a subir la cuesta, por arte de magia, se apagaron todas las luces, todas, incluido el alumbrado público y las de las funerarias, apenas se veía entre la oscuridad, cuando mis ojos se acostumbraron, las sombras amenazantes de las piedras, lápidas, cruces, ángeles, cristos, caras... que parecían cobrar vida ante mí. Sonaron también los ladridos de los perros, de unos cuantos más de los que yo había oído al bajar, y, ni corto ni perezoso, ¡¡¡batí el record intergaláctico de subir cuestas!!!
Llegué arriba, logré abrir el coche, me metí dentro, salí a todo gas, y, aun hoy, se me pone la carne de gallina recordando aquello.
No hace falta fumar canutos para sufrir la paranoia, os lo juro. 8O