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LEGISLACIÓN ANTI-DROGAS:
¿UNA AMENAZA PARA
EL ESTADO DE DERECHO?
por Diego Camaño Viera
¿legalización de las drogas?
Cuanto viene de decirse nos conduce al gran tema de si el camino es la legalización de las drogas[17]. En efecto, si sostenemos la tesis de la inconstitucionalidad de la legislación represiva en materia de estupefacientes, si consideramos que el consumo de drogas es un derecho humano fundamental que debe respetarse y garantizarse, si entendemos que esta es una manera (una más) de realizar el Estado de derecho (que, justamente, se encuentra “amenazado” por la existencia de una legislación represiva en la materia), entonces, ¿cómo eludir la cuestión en torno a la legalización de las drogas?
Por ahora, no podemos dar más que una respuesta contingente. En efecto, el objetivo a alcanzar es – sin dudas – el de la plena legalización, pero sin embargo, no se puede dar – hoy día – una respuesta absoluta al problema. Y ello porque el mismo no tiene otra respuesta que política.
Del mismo modo que fue política la creación de todo un marco legal, internacional y burocrático en torno a la represión del tráfico de drogas, también en estos términos creemos que deben plantearse las respuestas.
El crecimiento de los aparatos burocráticos anti-drogas (que dan sustento a miles y miles de funcionarios y a sus agencias), el condicionamiento de las ayudas financieras de las grandes potencias a la existencia de marcos legales represivos en la mayor cantidad de países posibles y la posibilidad de obtener rédito político del discurso represivo, son tres factores que por sí mismos condicionan fuertemente la posibilidad de la adopción de medidas autónomas.
Una de las investigaciones de campo más importantes en relación a la guerra contra las drogas en la zona del Chapare señala que “desde que el problema de la droga adquirió más importancia en la agenda política de los Estados Unidos, en términos de amenaza para la seguridad nacional, la NAU y la DEA se convirtieron en los organismos predominantes de la política exterior de este país. Los agentes de ambos organismos se distribuyen por todo el mundo, administran vastos recursos y muestran gran poder político en los países donde operan. El personal de la DEA y la NAU tiene un peso decisivo en la formulación de la política internacional, y sus informes son claves a la hora de fijar las prioridades de la política exterior de los Estados Unidos, especialmente con relación a América Latina y Asia”; y en nota explicativa, se aclara que “no hay casi ningún país de América Latina que Estados Unidos no considere responsable por fracasar en el control del negocio de la droga”, sea por pertenecer a zonas de cultivo, de tránsito, o como paraísos de lavado de dinero (el Uruguay es ubicado en estas dos últimas categorías) (Malamud Goti, p.148, 1992).
¿Es posible en este contexto, proponer una radical legalización de las drogas como una alternativa posible? El dilema es, a nuestro juicio, similar al que se plantea en torno a la cuestión sobre la radical eliminación de las armas nucleares. Al respecto, han existido dos tipos de respuestas: una de tipo idealista, consistente en abogar por una prohibición absoluta de utilizar medios atómicos, y una segunda, más realista, que sólo considera que la guerra atómica no ha estallado por el llamado “equilibrio del terror”, es decir, el miedo recíproco, proponiendo una regulación jurídica internacional para minimizar las posibles consecuencias de las armas nucleares, en el marco de los derechos humanos.
Veamos lo que dice Bobbio, en relación al desarme nuclear: “Cuando se entra en la esfera política no cabe prescindir de un mínimo de realismo. El desarme unilateral favorece a los violentos. La alternativa a la guerra de todos contra todos es el despotismo de uno solo” (Bobbio, p. 248, 1997).
Pues bien, al entrar a la esfera política del debate en torno a la legalización, tampoco podemos prescindir de ese mínimo de realismo. A nuestro juicio, al igual que un desarme atómico unilateral, una postura de despenalización unilateral y absoluta no solamente sería idealista sino que además podría traer consecuencias perjudiciales para un país pequeño y con escaso peso internacional. Paradójicamente, una decisión en este sentido sería más bien una manera de aislarnos, de transformarnos en un país potencialmente “peligroso” en la materia y con mayores riesgos de sufrir presiones o intervenciones de todo tipo.
Sólo por ello, al menos al corto plazo, la alternativa de la absoluta despenalización no parece viable. Para que ello sea posible necesitaríamos un apoyo político de al menos nuestros “gigantes” vecinos, cosa que por ahora no se vislumbra como posible. Por lo tanto, la creación de un contexto internacional en torno a la legalización sería un primer requisito para avanzar en tal sentido (del mismo modo que existe una política criminal internacional a favor de la penalización, debería generarse otra, de signo opuesto).
Sin embargo, no es imposible imaginar una despenalización progresiva y gradual. Obsérvese que el Uruguay ya cuenta con una “ventaja comparativa”, al tener una legislación que al menos es más “liberal” que la de otros países de la región; y lo interesante sería profundizar en ese sentido, siguiendo la línea de la despenalización.
Cuál será entonces “la solución”? Existe “una solución”? Al respecto, resulta de utilidad la representación de la condición humana simbolizada en la imagen del laberinto, según Bobbio: “creemos que existe una salida pero no sabemos dónde está. No habiendo nadie que pueda indicárnosla fuera de nosotros, debemos buscarla solos (...) La característica de la situación del laberinto es que no hay ninguna salida absolutamente segura, y cuando el camino es correcto, es decir, lleva a una salida, esta no es nunca la salida final. Lo único que el hombre del laberinto ha aprendido de la experiencia (...) es que hay caminos sin salida: la única lección del laberinto es la lección del camino bloqueado. Lo que el laberinto enseña no es dónde está la salida sino cuáles son los caminos que no llevan a ninguna parte” (Bobbio, p. 250, 1997).
Pues bien, a esta altura, parece más que evidente que el camino de la penalización no nos ha llevado a ninguna parte; por el contrario, el fracaso de las políticas penalizadoras pasa justamente porque ha causado males mucho más perjudiciales que los que pretende prevenir.
En definitiva, sin perder de vista el horizonte de la absoluta legalización, debería transitarse el camino de la progresiva despenalización, ya que este será, también, un paso significativo para la plena realización del Estado de derecho.
Al menos hasta ahora, no se ha demostrado que este sea un “camino bloqueado”.