Hace tiempo conocí a Lydia, una joven extranjera. Por su cabeza rondaban unas cuantas ideas no-razonables, pero me di cuenta de que la principal de ellas, la que más le perturbaba, era una que no cesaba de repetirse interiormente con el siguiente enunciado: "Las desdichas de los seres humanos nos vienen del exterior, y somos relativamente incapaces de deshacernos de nuestras penas y de nuestras aflicciones".
Esta idea es muy tentadora, porque nos descarga de la responsabilidad de nuestra propia vida y nos permite permanecer pasivos, mientras culpamos a otros de nuestros trastornos. De este modo, nos eximimos de tomar las riendas de nuestro destino, del duro trabajo de hacer frente lúcidamente a la realidad y de poner manos a la tarea de resolver nuestras emociones desagradables.
Por razones que no están del todo claras, pero que parecen proceder de nuestra tendencia a la gratificación inmediata, consideramos muchas veces preferible volcarnos en la depresión y en la desesperación, en vez de esforzarnos por ver hasta qué punto contribuimos nosotros a nuestra propia preocupación y cómo podemos aplicarnos a purgar nuestro espíritu de las insensatas ideas que lo habitan.
Volviendo a Lydia, cuando la conocí estaba viviendo en su vida momentos muy desagradables, habían muerto sus padres no hacía mucho tiempo y su afán era realizar sus estudios universitarios, una carrera de tres años, pagándose los estudios con el dinero que podía ganar trabajando. Echó su solicitud de admisión a la universidad y, tras varios meses sin respuesta, le contestaron negativamente. La reacción de Lydia fue muy negativa, se consideraba muy desgraciada y estaba convencida de que su futuro no pasaba por la universidad.
No es que no tuviera razones Lydia para sentirse decepcionada, pero sus ideas no-realistas aumentaban aún más el sentimiento interno negativo, aportándole un suplemento de sufrimiento del que muy bien podía prescindir.
Ya hemos comentado en otro capítulo que las palabras ajenas nos causarán daño en la medida en que les demos importancia, en la medida en que las interioricemos; que sólo pueden hacernos daño físico los demás, pero el daño derivado de un gesto, de una mirada, de una palabra, no está en manos de nadie, está en poder de nosotros mismos.
Es evidente que es más fácil ser razonable cuando recibimos cumplidos que cuando nos insultan, pero merece la pena invertir tiempo y esfuerzo en evitar las ideas no-razonables y muchos trastornos interiores derivados de ellas.
Cuando abordas problemas matrimoniales, o relaciones interpersonales, en general, es muy frecuente escuchar frases como éstas: "Mi marido me ha dicho que no valgo para nada y eso me molesta mucho... Mi mujer me ha dicho que soy un inútil y me trata como a un pelele... No soporto la forma de ser de mi socio, se cree superior a mí..., etc.
El otro día, tocando con una cliente un tema concreto, la vi hundida en un estado depresivo, porque no escucha las cosas que le gustaría oir. Le dije que es imposible que una hormiga le aplaste, que es imposible que nadie pueda hacer tanto daño sólo con sus palabras, lo que ha ocurrido realmente es que ella ha "aprovechado la ocasión" para decirse interiormente frases como: Mi marido me encuentra estúpida; no tiene derecho a decir eso; debería amarme y aceptarme como soy... Debe de tener razón, y yo no soy capaz de soportar eso, es intolerable; es un imbécil por tratarme así, está claro que es una mala persona...".
ESAS son las frases que causan la perturbación de esta mujer, las que motivan su depresión y su ira. La cuestión es que ESAS FRASES SON FALSAS, porque no se ajustan a la realidad. En honor a la verdad, a lo que las cosas realmente son, debería haberse dicho: "Mi marido me encuentra estúpida; están en su derecho a pensarlo y a decirlo; no tiene ninguna obligación de amarme y de aceptarme como soy... Puede que tenga razón o puede que no, es lo que tengo que analizar... De todos modos, aunque tuviese razón, nada prueba que yo tenga que tener la razón siempre y, aunque constate que tiene razón y que soy una estúpida, soy perfectamente capaz de de soportarlo y de continuar cometiendo errores. Haré mejor incluso si intento no volver a repetirlos, siendo consciente de que es probable que nunca lo logre del todo. El hecho de que me encuentre estúpida no significa que mi marido sea un imbécil o un malvado, simplemente me dice las cosas a la cara y nada le obliga a tener que escoger las frases más delicadas para decírmelo, ni yo tengo por qué vivir atormentada por su opinión sobre mí".
Argumentando de este modo, esta mujer se evitaría buenas dosis de desazones emotivas.
Quien argumenta que no puede controlar sus emociones, se engaña abiertamente. Comete el elemental error, aunque frecuente, de creer que sus trastornos emotivos vienen causados por acontecimientos o personas externos a él, siendo así que, de hecho, provienen de su espíritu repleto de pensamientos no-realistas. Puede ser que se haya contado a sí mismo tal cantidad de esas ideas que haya llegado a perder el control de sus emociones y que, durante algún tiempo, no consiga dominarlas instantáneamente. Por eso es mucho más fácil y más eficaz no esperar, para someterse a CONFRONTACION, a haber alcanzado el punto de ebullición emotivo. Es mejor apagar la llama antes de que se extienda mucho.
Nos preguntaremos cómo nos podemos dar cuenta de albergar pensamiento irracionales y emociones desagradables, si nos las proporcionamos inconscientemente; ¿cómo combatir algo de lo que ni siquiera soy consciente?
Es verdad, al principio, al menos, no se puede combatir eso. Hay que habituarse primero, cuando nos sintamos emotivamente turbados, a llegar hasta la fuente de nuestros sentimientos. Si indagamos con cuidado e intentamos dar con los pensamientos que ocupan nuestro espíritu en el momento en que empezamos a sentirnos turbados, no hay razón para no llegar eventualmente a identificarlos. Con tiempo y ejercicio, nos haremos cada vez más hábiles en descubrir la presencia en nosotros de esos pensamientos desde su aparición. De esta forma nuestras confrontacione serán cada vez más fáciles y más eficaces, y nos sentiremos desdichados durante menos tiempo.
Hay un indicio que puede ayudarnos a captar nuestras frases irracionales al vuelo. Toda frase que, a excepción de algunos casos especiales, contenga las expresiones "es preciso", "debo", habría que", tiene toda la traza de ser no-realista. Estos términos indican "necesidades absolutas", y tales necesidades, por naturaleza y lógica, son inexistentes, salvo tomadas en los términos absolutos, que son conceptos filosóficos e ideales, pero que no se dan en la realidad. Yo puedo decir legítimamente: "Para ir a Barcelona tengo que dejar Madrid", ya que, en este caso, el "tengo que" expresa sencillamente una consecuencia lógica del principio de no-contradicción; dado que no puedo estar en dos sitios a la vez, y para estar en uno tengo que dejar el otro.
En cambio, la frase "es preciso que yo vaya a Barcelona" tiene todas las probabilidades de ser inexacta. ¿Por qué va a ser preciso? Se puede contestar: -porque me he comprometido a ello-. Pero nada obliga a mantener el compromiso. -Me dirán que soy informal-, se contestará. ¿Y qué más da que digan o piensen lo que quieran? Porque lo digan o lo piensen yo no voy a ser un inconstante, lo seré o no con independencia de su pensar o decir, no está en sus manos que yo sea lo que soy realmente. Además, ¿es una catástrofe ser informal? -No, pero trae inconvenientes en las relaciones-, de acuerdo.
Por lo tanto, si no queremos evitar los inconvenientes en las relaciones es mejor ser formal e ir a Barcelona, pero entonces no diremos que vamos a Barcelona por obligación, sino por opción personal, por conveniencia, porque obtenemos ventaja de ello.
De este modo, si surgiera cualquier imponderable que nos impidiese ir a Barcelona, no nos causaría el impacto interno que nos provocaría ese impedimento si nos hubiésemos forjado interiormente la idea de deber o de obligación imperativa.
Guardémonos, pues, de creer que "es preciso" que nuestra cita aparezca, pues nada en la tierra le obliga a ello y, si no apareciese, o lo hiciera con cara alargada, tampoco está escrito en el universo que deba esbozar una sonrisa o haga el amor con nosotros.
Expulsando sistemáticamente de nuestro lenguaje interior y de nuestro pensamiento todas esas grandilocuentes expresiones de nuestros pseudo-absolutos, de nuestra manía de jugar a dios, nos veremos libres de muchas consecuencias infortunadas.
Finalmente, es muy frecuente que critiquemos a los demás, a la sociedad, a la comunidad que nos acoge, porque vemos todo ello anclado en el tiempo. Por ejemplo, se dice de la Iglesia, que debería ponerse al servicio de los pobres y de los débiles, pero que posee riquezas y viven entre ellas. Se califica de intolerable tal exhibición de majestad y bienes valiosos, de absurdo que intenten vender la idea de caridad y unión, cuando la realidad es todo lo contrario. Que no existe libertad en su seno y que decir la verdad no trae sino la reprobación de la curia, que eso es peor que una prisión, porque al menos en la prisión se puede pensar lo que se quiera, y en la Iglesia no permiten la libertad de pensamiento.
Todavía sería más tolerable la Iglesia si no fuera por el poder y la influencia que ejercen en ella personas ancladas en el tiempo, prevaticanistas, que son como una rémora que impide modernizar la institución.
Podría seguir ad libitum y, leyendo estas críticas sobre la Iglesia, a primera vista todo puede parecer lleno de buen sentido y hasta razonable; pero, considerándolo más en detalle, observaremos que se trata de un cúmulo de absolutos, de exigencias y de exageraciones. No es de extrañar que, solamente la idea de Iglesia, provoque emociones desagradables en las personas que albergan esas ideas.
Todos los esfuerzos que dedicamos a modificar directamente las acciones y las actitudes de los demás, que nosotros consideramos la fuente de nuestros males, estarían mejor empleados en cambiar nuestras propias ideas no-razonables. Ninguno de nosotros podrá, jamás, forzar a un ser humano a cambiar uno solo de sus pensamientos. No sólo es imposible, sino inútil, ya que, de todos modos, no son esas ideas y esas actitudes las que nos hacen desdichados, sino nuestras propias ideas. Podemos cada uno de nosotros, en cualquier momento y en cualquier circunstancia, aunque nos resulte más o menos difícil, ser el dueño de nuestro propio destino emotivo y dirigir nuestro propio barco emotivo adonde mejor nos parezca.
Nos tenemos que dar cuenta, convencernos, estar completamente seguros, de que interiormente somos inalcanzables, inviolables; y que, si queremos y nos ejercitamos en ello, no hay nada exterior, fuerza alguna en el mundo, que pueda turbar nuestra serenidad.
Esta idea es muy tentadora, porque nos descarga de la responsabilidad de nuestra propia vida y nos permite permanecer pasivos, mientras culpamos a otros de nuestros trastornos. De este modo, nos eximimos de tomar las riendas de nuestro destino, del duro trabajo de hacer frente lúcidamente a la realidad y de poner manos a la tarea de resolver nuestras emociones desagradables.
Por razones que no están del todo claras, pero que parecen proceder de nuestra tendencia a la gratificación inmediata, consideramos muchas veces preferible volcarnos en la depresión y en la desesperación, en vez de esforzarnos por ver hasta qué punto contribuimos nosotros a nuestra propia preocupación y cómo podemos aplicarnos a purgar nuestro espíritu de las insensatas ideas que lo habitan.
Volviendo a Lydia, cuando la conocí estaba viviendo en su vida momentos muy desagradables, habían muerto sus padres no hacía mucho tiempo y su afán era realizar sus estudios universitarios, una carrera de tres años, pagándose los estudios con el dinero que podía ganar trabajando. Echó su solicitud de admisión a la universidad y, tras varios meses sin respuesta, le contestaron negativamente. La reacción de Lydia fue muy negativa, se consideraba muy desgraciada y estaba convencida de que su futuro no pasaba por la universidad.
No es que no tuviera razones Lydia para sentirse decepcionada, pero sus ideas no-realistas aumentaban aún más el sentimiento interno negativo, aportándole un suplemento de sufrimiento del que muy bien podía prescindir.
Ya hemos comentado en otro capítulo que las palabras ajenas nos causarán daño en la medida en que les demos importancia, en la medida en que las interioricemos; que sólo pueden hacernos daño físico los demás, pero el daño derivado de un gesto, de una mirada, de una palabra, no está en manos de nadie, está en poder de nosotros mismos.
Es evidente que es más fácil ser razonable cuando recibimos cumplidos que cuando nos insultan, pero merece la pena invertir tiempo y esfuerzo en evitar las ideas no-razonables y muchos trastornos interiores derivados de ellas.
Cuando abordas problemas matrimoniales, o relaciones interpersonales, en general, es muy frecuente escuchar frases como éstas: "Mi marido me ha dicho que no valgo para nada y eso me molesta mucho... Mi mujer me ha dicho que soy un inútil y me trata como a un pelele... No soporto la forma de ser de mi socio, se cree superior a mí..., etc.
El otro día, tocando con una cliente un tema concreto, la vi hundida en un estado depresivo, porque no escucha las cosas que le gustaría oir. Le dije que es imposible que una hormiga le aplaste, que es imposible que nadie pueda hacer tanto daño sólo con sus palabras, lo que ha ocurrido realmente es que ella ha "aprovechado la ocasión" para decirse interiormente frases como: Mi marido me encuentra estúpida; no tiene derecho a decir eso; debería amarme y aceptarme como soy... Debe de tener razón, y yo no soy capaz de soportar eso, es intolerable; es un imbécil por tratarme así, está claro que es una mala persona...".
ESAS son las frases que causan la perturbación de esta mujer, las que motivan su depresión y su ira. La cuestión es que ESAS FRASES SON FALSAS, porque no se ajustan a la realidad. En honor a la verdad, a lo que las cosas realmente son, debería haberse dicho: "Mi marido me encuentra estúpida; están en su derecho a pensarlo y a decirlo; no tiene ninguna obligación de amarme y de aceptarme como soy... Puede que tenga razón o puede que no, es lo que tengo que analizar... De todos modos, aunque tuviese razón, nada prueba que yo tenga que tener la razón siempre y, aunque constate que tiene razón y que soy una estúpida, soy perfectamente capaz de de soportarlo y de continuar cometiendo errores. Haré mejor incluso si intento no volver a repetirlos, siendo consciente de que es probable que nunca lo logre del todo. El hecho de que me encuentre estúpida no significa que mi marido sea un imbécil o un malvado, simplemente me dice las cosas a la cara y nada le obliga a tener que escoger las frases más delicadas para decírmelo, ni yo tengo por qué vivir atormentada por su opinión sobre mí".
Argumentando de este modo, esta mujer se evitaría buenas dosis de desazones emotivas.
Quien argumenta que no puede controlar sus emociones, se engaña abiertamente. Comete el elemental error, aunque frecuente, de creer que sus trastornos emotivos vienen causados por acontecimientos o personas externos a él, siendo así que, de hecho, provienen de su espíritu repleto de pensamientos no-realistas. Puede ser que se haya contado a sí mismo tal cantidad de esas ideas que haya llegado a perder el control de sus emociones y que, durante algún tiempo, no consiga dominarlas instantáneamente. Por eso es mucho más fácil y más eficaz no esperar, para someterse a CONFRONTACION, a haber alcanzado el punto de ebullición emotivo. Es mejor apagar la llama antes de que se extienda mucho.
Nos preguntaremos cómo nos podemos dar cuenta de albergar pensamiento irracionales y emociones desagradables, si nos las proporcionamos inconscientemente; ¿cómo combatir algo de lo que ni siquiera soy consciente?
Es verdad, al principio, al menos, no se puede combatir eso. Hay que habituarse primero, cuando nos sintamos emotivamente turbados, a llegar hasta la fuente de nuestros sentimientos. Si indagamos con cuidado e intentamos dar con los pensamientos que ocupan nuestro espíritu en el momento en que empezamos a sentirnos turbados, no hay razón para no llegar eventualmente a identificarlos. Con tiempo y ejercicio, nos haremos cada vez más hábiles en descubrir la presencia en nosotros de esos pensamientos desde su aparición. De esta forma nuestras confrontacione serán cada vez más fáciles y más eficaces, y nos sentiremos desdichados durante menos tiempo.
Hay un indicio que puede ayudarnos a captar nuestras frases irracionales al vuelo. Toda frase que, a excepción de algunos casos especiales, contenga las expresiones "es preciso", "debo", habría que", tiene toda la traza de ser no-realista. Estos términos indican "necesidades absolutas", y tales necesidades, por naturaleza y lógica, son inexistentes, salvo tomadas en los términos absolutos, que son conceptos filosóficos e ideales, pero que no se dan en la realidad. Yo puedo decir legítimamente: "Para ir a Barcelona tengo que dejar Madrid", ya que, en este caso, el "tengo que" expresa sencillamente una consecuencia lógica del principio de no-contradicción; dado que no puedo estar en dos sitios a la vez, y para estar en uno tengo que dejar el otro.
En cambio, la frase "es preciso que yo vaya a Barcelona" tiene todas las probabilidades de ser inexacta. ¿Por qué va a ser preciso? Se puede contestar: -porque me he comprometido a ello-. Pero nada obliga a mantener el compromiso. -Me dirán que soy informal-, se contestará. ¿Y qué más da que digan o piensen lo que quieran? Porque lo digan o lo piensen yo no voy a ser un inconstante, lo seré o no con independencia de su pensar o decir, no está en sus manos que yo sea lo que soy realmente. Además, ¿es una catástrofe ser informal? -No, pero trae inconvenientes en las relaciones-, de acuerdo.
Por lo tanto, si no queremos evitar los inconvenientes en las relaciones es mejor ser formal e ir a Barcelona, pero entonces no diremos que vamos a Barcelona por obligación, sino por opción personal, por conveniencia, porque obtenemos ventaja de ello.
De este modo, si surgiera cualquier imponderable que nos impidiese ir a Barcelona, no nos causaría el impacto interno que nos provocaría ese impedimento si nos hubiésemos forjado interiormente la idea de deber o de obligación imperativa.
Guardémonos, pues, de creer que "es preciso" que nuestra cita aparezca, pues nada en la tierra le obliga a ello y, si no apareciese, o lo hiciera con cara alargada, tampoco está escrito en el universo que deba esbozar una sonrisa o haga el amor con nosotros.
Expulsando sistemáticamente de nuestro lenguaje interior y de nuestro pensamiento todas esas grandilocuentes expresiones de nuestros pseudo-absolutos, de nuestra manía de jugar a dios, nos veremos libres de muchas consecuencias infortunadas.
Finalmente, es muy frecuente que critiquemos a los demás, a la sociedad, a la comunidad que nos acoge, porque vemos todo ello anclado en el tiempo. Por ejemplo, se dice de la Iglesia, que debería ponerse al servicio de los pobres y de los débiles, pero que posee riquezas y viven entre ellas. Se califica de intolerable tal exhibición de majestad y bienes valiosos, de absurdo que intenten vender la idea de caridad y unión, cuando la realidad es todo lo contrario. Que no existe libertad en su seno y que decir la verdad no trae sino la reprobación de la curia, que eso es peor que una prisión, porque al menos en la prisión se puede pensar lo que se quiera, y en la Iglesia no permiten la libertad de pensamiento.
Todavía sería más tolerable la Iglesia si no fuera por el poder y la influencia que ejercen en ella personas ancladas en el tiempo, prevaticanistas, que son como una rémora que impide modernizar la institución.
Podría seguir ad libitum y, leyendo estas críticas sobre la Iglesia, a primera vista todo puede parecer lleno de buen sentido y hasta razonable; pero, considerándolo más en detalle, observaremos que se trata de un cúmulo de absolutos, de exigencias y de exageraciones. No es de extrañar que, solamente la idea de Iglesia, provoque emociones desagradables en las personas que albergan esas ideas.
Todos los esfuerzos que dedicamos a modificar directamente las acciones y las actitudes de los demás, que nosotros consideramos la fuente de nuestros males, estarían mejor empleados en cambiar nuestras propias ideas no-razonables. Ninguno de nosotros podrá, jamás, forzar a un ser humano a cambiar uno solo de sus pensamientos. No sólo es imposible, sino inútil, ya que, de todos modos, no son esas ideas y esas actitudes las que nos hacen desdichados, sino nuestras propias ideas. Podemos cada uno de nosotros, en cualquier momento y en cualquier circunstancia, aunque nos resulte más o menos difícil, ser el dueño de nuestro propio destino emotivo y dirigir nuestro propio barco emotivo adonde mejor nos parezca.
Nos tenemos que dar cuenta, convencernos, estar completamente seguros, de que interiormente somos inalcanzables, inviolables; y que, si queremos y nos ejercitamos en ello, no hay nada exterior, fuerza alguna en el mundo, que pueda turbar nuestra serenidad.