PSICOTERAPIA USANDO LA RAZON (VII) Soy un miserable...

zarbel

Cogollito
25 Agosto 2004
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Près de la France
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Hemos venido hablando de las ideas no razonables, no realistas, como elementos que nos perturban y que es preciso combatir por medio de la confrontación. De entre los sentimientos más penosos que habitan el corazón humano, está la tercera idea irracional que voy a exponer y que podría formularse como sigue:

DETERMINADAS PERSONAS SON RUINES, MALAS, Y MERECEN SER SEVERAMENTE CENSURADAS Y CASTIGADAS POR SUS FALTAS.

Esta idea origina todos los sentimientos de culpabiulidad, de censura propia y ajena, todos los odios, la hostilidad y el furor, así como los actos a que impulsan muchas veces estas emociones, como el autocastigo masoquista, la agresión al otro, la venganza...

Lo primero que tenemos que pensar es que confundir a una persona con sus actos es abusivo. Estaremos de acuerdo en que hay actos canallas, actos tiránicos, actos malvados, y que provienen de una persona. Pero no podemos olvidar que esa persona es un ser humano, cuyo valor como tal no aumenta ni disminuye según sus actos sean buenos o malos.
Hay que ser conscientes, además, de que una persona que realiza actos malos puede dejar de hacerlo en cualquier momento y comenzar a realizar actos buenos; es decir, sus actos malos no proceden de una naturaleza íntima, pues ésta es inmutable por definición (un hombre no puede convertirse en un ángel o en un caballo, y viceversa) y, si una persona fuese mala por naturaleza sería imposible que cambiara.
Por lo tanto, decir de alguien que es malvado, pecador o miserable porque realiza actos malos, es falso, pues la persona no es intrínsecamente mala, aunque sí lo sean sus actos.

Por otro lado, tenemos que recordar que una persona en la edad adulta posee un gran número de condicionantes, como la educación, el entorno familiar, el contexto social, etc., que llegan a limitar seriamente la expresión de la libertad humana, es decir, no somos tan libres como creemos. Una vez que un ser humano ha aprendido a vivir de una determinada manera y se ha metido en la cabeza unas ideas concretas que constituyen su filosofía de base, le resulta extraordinariamente difícil cambiar, aunque no sea imposible hacerlo.
Por eso, cuando reprochamos a alguien sus actos inadecuados, partimos de la base de que tiene libertad para poder elegir sus actos, libertad que seguramente no posee en la medida que nosotros creemos, por formar parte de su educación y de su filosofía de vida.
Es decir, ese reproche es no realista, bien vaya dirigido a los demás o a uno mismo.

En tercer término, los adjetivos "bueno" o "malo" varían según el lugar y la cultura, no siendo tan sencillo muchas veces diferenciar con nitidez lo bueno de lo malo. El ejemplo está en la eterna discusión de los moralistas a lo largo de los siglos, y que aún continúa. Algunas culturas han considerado dignos de la pena de muerte actos que en otras culturas han tenido por virtuosos. El préstamo con interés se consideró pecado por la Iglesia cristiana hasta la Edad Moderna, en que se admitió como algo perfectamente legítimo. A los herejes se les echaba a la hoguera y después se rechazaron tales prácticas, como propias de pecado por quitar la vida a otro ser humano.

Si censuramos a alguien por su comportamiento, le obligamos a una de las dos actitudes inadecuadas siguientes: o bien se despreciará a sí mismo, diciéndose: "¡He hecho un acto malo, qué miserable soy!", concluyendo erróneamente que si comete actos malos es que él mismo es malo (abriéndose de este modo el camino hacia la depresión y a la desvalorización de sí mismo); o bien intentará justificarse, racionalizar su acto inadecuado, encontrarle "buenas razones", o incluso negar abiertamente que lo ha realizado (y ya está abierto el camino hacia la hipocresía, a eludir las propias responsabilidades, a la mentira).

Es decir, la censurea conlleva que el censurado, bien se censure a sí mismo, hundiéndose en el remordimiento; bien se justifique y excuse su acción. En ambos casos nada hará por corregir la acción censurada, lo que demuestra que la censura de por sí no sirve para nada.

Hay que advertir que, de todos los sentimientos que anidan en el interior del ser humano, el más inútil y nocivo, el más absurdo, es el sentimiento de culpabilidad. Produce en las personas que lo padecen estragos terribles: les conducen a tener tal miedo a equivocarse, a realizar actos malos, a sentir las mordeduras de la culpabilidad, que llegan a una pasividad y a una inercia tales, que echan a perder su vida.
Es el caso de los extremistas religiosos, que utilizan este sistema para vivir entre remordimientos y acabar completamente locos.

Otra consecuencia del reproche o de la censura es que, cuando lo dirigimos a otra persona, le estamos afirmando que no debería haber actuado de esta manera, deduciendo que PORQUE ha actuado de determinada manera ES CULPABLE.
Por ejemplo, si mi novia se ha acostado con otro hombre, esa acción a mí me desagrada, deduciendo por ello que, como no debería haberla realizado, es culpable de infidelidad.
Este es un pensamiento tipicamente infantil, confundir lo que me desagrada con lo que no debería producirse. El niño puede ponerse a patalear porque llueve y no puede salir, ya que quería irse a jugar al campo, por ejemplo.
Yo no puedo imponer a mi novia mis deseos, aunque sean legítimos, ni a ella censurarla por no corresponderme. Sin duda que yo puedo preferir que mi novia se acueste conmigo y no con otro, pero eso no es para mi novia ninguna obligación que deba cumplir.
Por lo tanto, cuando yo la censuro, mi censura no proviene del gesto que ella ha realizado, sino de mi visión de mí mismo como un ser cuyos deseos hacen ley, como un ser a cuyos deseos han de corresponder los demás; me hago el centro del universo, los demás deben vivir y regir sus acciones en función de mis preferencias y cualquier infracción a este código es punible.

Lo cierto es que el universo se burlará alegremente de mí y de mis deseos, y nada hay que demuestre que los demás seres humanos (incluida mi novia) estén obligados a satisfacerlos. Al contrario, sería más realista por mi parte reconocerles el completo derecho a proceder como gusten, reconocerme a mí ese mismo derecho y cesar en mis cóleras cuando no hacen los demás lo que yo quisiera que hiciesen.

Es por eso que yo me guardaría de perjudicar a mi vecino, porque me doy cuenta de que, si yo actúo así, él podría verse inducido a tratarme de igual modo, lo cual iría en perjuicio mío, contribuyendo además a que el mundo sea menos civilizado y tranquilo.

Hans Seyle demuestra las bases biológicas de esta ética, en lo que él llama el EGOISMO ALTRUISTA, como la base de la armonía entre los seres y el factor constitutivo de un mundo equilibrado (Seyle, 1974, pp. 136-143).
Así pues, si yo perjudico a mi prójimo, es a mí mismo a quien perjudico finalmente, y sería más útil que desechara de mi conducta todos esos actos, no porque sean malos o indignos, sino porque al final pueden hacer que merme mi propia felicidad.

¿Y si son los demás los que proceden mal con nosotros?

Me comentaba un amigo en cierta ocasión que su mujer se comportaba de forma muy desagradable con él, que las comidas no estaban hechas cuando regresaba del trabajo, que la casa estaba sin arreglar y sin ordenar y, además, siempre le recibía su mujer con cara larga.
Yo le pregunté a ver cuál era su reacción al llegar a casa, y me respondió que "se irritaba, que se encolerizaba, que un día le dio un par de bofetadas, porque las tenía merecidas".
Le pregunté a ver si lo que quería realmente de su mujer era que le acogiera bien al llegar a casa, que la tuviera en orden y limpia, así como las comidas hechas, respondiéndome que, efectivamente, eso es lo que pretendía de su mujer.
Le pregunté que cuáles fueron los efectos de las bofetadas, y me confesó que su mujer le había abandonado, marchándose a casa de sus padres.
Durante el tiempo que su mujer permaneció en casa de sus padres, mi amigo tuvo que encargarse de limpiar y ordenar la casa y preparase sus comidas, echando pestes contra su mujer, mientras hacía las faenas domésticas.
Le hice entender que haría mejor no censurando a nadie, ni siquiera a sí mismo, ya que sus cóleras y enfados provienen de las ideas preconcebidas que él mismo interioriza, pensando en que su mujer ha de tener un aire amable, la casa en orden y las comidas apetitosas y a punto.
Mi amigo ha sido educado con estas ideas, no concebía que no existe ley alguna, terrena o divina, que permita a nadie afirmar que otra persona tiene el DEBER de limpiar la casa, ordenarla, o tener las comidas preparadas para su cónyuge. Más bien, él se erige como legislador y exige a los demás la aplicación de una ley acorde con sus gustos y conveniencias.

No entramos a discutir si ella tiene más razón que él, porque sería entrar a juzgar el valor de los demás, pero sí podemos afirmar que el comportamiento de mi amigo con su esposa no parece el más apropiado para lograr que ella modifique su comportamiento, sino que, al contrario, puede llevar a aumentar todavía más los gestos y omisiones que detesta de ella. De continuar con esa actitud con su esposa, censurándola, abroncándola, amenazándola o pegándola, en su casa habrá tal desorden que no va a encontrar ni sitio en donde acostarse, además de irse preparando para una larga sucesión de comidas incomibles.

Manifestando rechazo y odio no contribuimos sino a que se nos pague con la misma moneda, además de irnos garantizando una buena úlcera de estómago.

No es el DEBER de nadie hacer nada, ni censurar ni halagar; ni es el DEBER de los demás agradarnos o desagradarnos. Si pensamos que es "nuestro deber" nos censuramos a nosotros mismos y nos sentiremos culpables si nos enfadamos o censuramos a los demás. No es nuestro DEBER, NO ESTAMOS OBLIGADOS a proceder así, ni en un sentido ni en otro.
Tampoco estamos OBLIGADOS a pensar de otro modo al que pensamos, tenemos todo nuestro derecho a pensar como queramos y a vivir como mejor nos parezca.

Esta pues, es la cuestión, ser conscientes de que hay ideas estúpidas que invaden nuestro espíritu, tal es la fuerte tendencia a censurar a los demás y a nosotros mismos.

Entre las parejas de casados, suele llegar un momento en que ambos llegan a la conclusión de que son incompatibles, de que no se entienden en nada, y se pasan el día discutiendo, por lo que piensan en separarse.
Por ejemplo, la mujer se queja de que el marido no le avisa cuando va a llegar tarde del trabajo; él dice que no siempre puede avisar, que muchas veces es imposible, por estar reunido o haciendo cosas que no le permiten el aviso. Ella le reprocha que el trabajo es más importante que la familia o que su mujer, él le dice que eso es un comportamiento infantil, ella le responde que para niño él, que no sabe ni beber un vaso de vino sin emborracharse, él le contesta que si se emborracha es para olvidar los problemas que ella le está creando, etc. Generalmente estas situaciones terminan con la mujer echando lágrimas y el marido resoplando de nervios y de enfado.

Este ejemplo ilustra a una pareja especialista en echarse reproches mutuos, en envenenarse mutuamente la vida, en lograr que, al final, cada uno evite al otro en la medida de lo posible.
Estos reproches surgen porque cada cual quiere que el otro sea como cada cual desea, lo que es una idea o exigencia no razonable.
Ella ha de comprender que él tiene el DERECHO a no llamar cuando va a llegar tarde a casa, y él ha de comprender que ella tiene el DERECHO a alterarse por niñerías, por mucho que los dos deseen que las cosas sean de otra manera.

Así, si descubres que tienes la tendencia a censurar o a dirigir reproches a otros, sacarás más provecho si confrontas las ideas no realistas que están en el origen de esa tendencia. Cuando uno se siente deprimido o culpable, seguramente es que por dentro anda ocupado de una u otra forma en censurarse por algo. Por dentro andará diciéndose frases como éstas: "He actuado mal en tal circunstancia... por lo tanto, ¡soy un ser vil y despreciable! He sido injusto con tal persona... ¡soy un miserable! ¡Soy incapaz de hacer tal cosa de forma conveniente...! ¡Soy un detestable incompetente!".
Sería mejor eliminar tales frases del espíritu y reemplazarlas por pensamientos más realistas, como: "Es claro que he actuado mal, que he sido injusto, que soy incapaz de hacer tal cosa; no por ello soy ni despreciable, ni miserable, ni detestable, sino simplemente humano. Me he equivocado... eso es ser humano. Veamos ahora cómo puedo arreglármelas para no volver a caer en el mismo error y para mejorar mis actos".

Es probable que estos últimos pensamientos no nos embarguen de alegría, pero tampoco nos causarán depresión o sentimiento de culpa.

Hay que decir que no sólo basta con las frases de reemplazo, ni con su pensamiento interiorizado, sino que habrá que EJERCITAR la conducta apropiada. Si somos propensos a censurar a los demás, será indispensable practicar hasta conseguir dejar de hacerlo, pensando seriamente que los demás tienen el derecho a ser como son y a actuar exactamente como lo hacen.

Y alguien se preguntará: y, entonces ¿No hay que castigar a los hijos?

Castigar, no. Penalizar objetivamente, sí. Por castigar se entiende realizar actos desagradables para el otro, debido a que he juzgado que el otro era malo. Si nuestro hijo nos rompe los CD's de música favoritos, y el niño tiene cuatro años, y respondemos dándole unos azotes y le gritamos censurándole, le estamos castigando. Si repito a menudo ese gesto con mi hijo, con el mismo acompañamiento emotivo, corro el peligro de que el niño se censure a sí mismo y de que sienta culpable.
Si, por el contrario, coloco los CD's fuera de su alcance, o le proporciono un juguete sustitutivo o, como último recurso, le doy tranquilamente el mismo azote, sin reprocharle nada, sólo con la finalidad de que disminuya la probabilidad de que lo repita, le penalizo más objetivamente.

¿Qué el niño rompe un jarrón? Que recoja los fragmentos, limpie lo que haya manchado y pague el precio de su torpeza o de su enfado. Todo ello sin censuras ni reproches, porque el niño TENIA PERFECTO DERECHO a romper el jarrón, pero ahora debe caer en la cuenta de las consecuencias de su acción y asumirlas.

Esto nos lleva a una distinción importante, a saber, la que existe entre RESPONSABILIDAD Y CULPABILIDAD. Somos casi siempre responsables de nuestros actos, puesto que podríamos no haberlos hecho. Pero eso no basta para que automáticamente seamos censurados o condenados, considerados culpables. No hay ser que realice un gesto porque lo considere un mal, sino porque lo ve como un bien. Por supuesto que se puede equivocar en la valoración del bien y del mal, pero es humano equivocarse y, aunque todo el mundo lo acepta en teoría, desgraciadamente es mucho menos frecuente llevarlo a la práctica.

Por eso, si observas que te irritas a menudo contra los demás, piensa que te estás convirtiendo en un dios a cuyos decretos han de atenerse los demás. Una cosas es PREFERIR que los demás se comporten de otro modo y otra cosa es EXIGIR que vivan según tus normas o preferencias.
Es mucho mejor dejar que los demás vivan a su albedrío y pensar qué es lo que se puede hacer para hacer que cambien su forma de proceder con respecto a nosotros.

Es muy útil, por lo tanto, que nos entrenemos a someter a análisis y confrontación nuestras ideas de grandezas y sus exigencias, y en combatir nuestra tendencia a censurarnos y censurar a otros, sin ningún resultado positivo.

Es por todas estas razones que el pensamiento no razonable, la idea no realista que he expuesto, se puede definir como: SOY UN MISERABLE Y LOS DEMAS UNOS CERDOS.
 
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