Hola amigos de las plantas.
Tengo la costumbre de anotar todas mis experiencias con plantis. Desde el floripondio que me reseca la boca y licúa la panza, hasta el espesor que cobran las cosas borroneadas que veo fumado. Acá les adjunto mi primera experiencia con cactus San Pedro, extraído de las cercanías de las ruinas del Pueblo Perdido de San Fernando Del Valle de Catamarca. A esta le tengo especial cariño porque es la primera chapuza, si bien plagada de errores y desconocimiento. Con el tiempo mejoré la performance... ya iré posteando...
Preparé la decocción de cincuenta centímetros de trichocereus tercherskii, (descartado el núcleo, herví durante cuatro horas el primer centímetro de corteza).
Después de cuatro horas de hervor quedó en el fondo de la olla la decocción pastosa y verdosa que se correspondía con la medida de un chopp. Empuñé el chopp de pronunciadas estrías y traté de tomarlo lo más rápido posible. Sólo pude beberlo de a pequeños tragos ya que era interrumpido por las arcadas que me provocaba su sabor peculiar. Tengo que destacar que es lo más asqueroso que probé en la vida. Bebido el contenido del chopp hice buches para disimular su sabor amargo y me acosté en un sillón a esperar la primera sensación extraña inducida por las propiedades enteog. de la mescalina. Al rato la cara me irradiaba calor, el parpadear obturaba fogonazos de luz bajo los ojos, y sentía las piernas levemente adormecidas. Traté de dominar las arcadas, pero el cóctel de espiritualidad chamánica me cayó mal. Al cabo de cuarenta minutos y por espacio de dos horas vomité ocho veces. Las arcadas y las convulsiones se repetían con mayor frecuencia. Me movía en el sillón tratando de encontrar una postura que me aliviara. Sentía el hígado hinchado y a punto de estallar, como si un globo ocupara todo el costado derecho y sobre el cual era imposible apoyarse por el dolor. Nunca tuve un dolor de estómago semejante. Toda mi capacidad intelectual estaba
puesta en vomitar y en tratar de recomponerme. Las dos horas siguientes las pasé sentado en la bañera, concentrándome en el agua que corría entre las piernas y en que no surgiera algún hilo de sangre, ya que era consciente de que no tenía el control y que al estar solo uno podía herirse o golpearse accidentalmente. No tenía voluntad para moverme y me asaltaba el terror recurrente de no regresar nunca de la excursión. Sólo me concentraba en tratar de superar el malestar corporal. Me acosté en la cama y cerré accidentalmente los
ojos a causa de las convulsiones. ¡Guaaaau! Ahí empezó el trip.
Lentamente las arcadas desaparecieron, las convulsiones se fueron aplacando y las imágenes caleidoscópicas lo invadieron todo. Superado el trance de purificación o de limpieza, la serenidad que adviene es una revelación en sí misma. Entonces, de pronto sentí que ya no me sentía mal y me concentré en disfrutar de las imágenes que variaban según la posición y el movimiento del cuerpo, o la luz que se filtraba a través de los párpados. Durante siete horas no hice otra cosa que mirar. Las alucinaciones se sucedían en un campo sembrado y acariciado por una leve brisa. A partir de ahí el plano se inclinaba, las figuras que se mecían acompasadamente por la brisa hacia un lado y hacia otro cambiaban, eran reemplazadas continuamente por otras, se oscurecía o aclaraba el paisaje del cuadro, se producían invasiones de colores y formas, pero toda la secuencia se ajustaba a un plano con figuras
cambiantes que se mecían en un balanceo sincrónico. En ese mismo soporte apareció una garra inmensa, y por detrás surgió en dos oportunidades una sombra, un cono envuelto en una capa oscura que no pude ver bien pero que lo asocié a una persona, un gigante a mis espaldas. Girara la cabeza hacia un lado o hacia otro buscándolo, él huía de las miradas frontales y se mantenía a una distancia prudente, anclado a noventa grados de mi ángulo de visión. Había leído que era mescalito, el espíritu del cactus, o sencillamente la muerte.
Después me arrepentí de no haberle preguntado nada, como aconsejan experiencias más avezadas. Tan absorto estaba en ver toda esa belleza novedosa, y tan contento de haber superado parcialmente el malestar que me olvidé de formular una pregunta. Después supe que no era así. Si bien no tuve claridad para preguntar objetivamente porque aún estaba aturdido por la dosis terapéutica, mescalito, (o como prefiera llamarse a ese estado de
percepción aguda), me sugirió la respuesta a una pregunta que me venía obsesionando desde hacía años. Me fue insinuada sutilmente, es decir, yo no sabía que quería preguntarlo, pero toda mi energía estaba enfocada desde hacía tiempo en esa dirección, y recuerdo que durante todas esas horas el pensamiento de fondo era el mismo.
Esto es historia concreta:
en las partidas de defunción de mi abuelo materno y de mi madre, quedó asentado que ambos habían muerto como consecuencia de la misma enfermedad (trombosis mesentérica), a la misma edad, incluso el mismo mes, con espacio de cuatro días y treinta años. Ahora yo, intoxicado con una buena dosis de alcaloides psicoactivos quería averiguar mi suerte. Es decir, ¿moriría presa de las convulsiones y despanzurrado como un pollo para que me extrajeran de las entrañas ocho metros de intestino inconsistente como le sucedió a mi madre?
Sigo. El destino de mi pregunta era la pregunta de mi destino. A través de las alteraciones visuales: formas, ubicación de las sombras, colores y sutiles cambios de matices, me es difícil extraer una respuesta concreta,o la respuesta no puntúa razonablemente entre el sí o no occidental y cristiano al que estamos acostumbrados cuando preguntamos alguna cosa, y se nos responde instantáneamente como apretando un botón, sino que se manifiesta en términos de poesía. Por un lado, las imágenes del viaje, inmensamente bellas y placenteras, por otro,
los dolores abdominales, claramente premonitorios ya que se mantuvieron, aunque disminuyendo, durante toda la sesión.
Tengo la costumbre de anotar todas mis experiencias con plantis. Desde el floripondio que me reseca la boca y licúa la panza, hasta el espesor que cobran las cosas borroneadas que veo fumado. Acá les adjunto mi primera experiencia con cactus San Pedro, extraído de las cercanías de las ruinas del Pueblo Perdido de San Fernando Del Valle de Catamarca. A esta le tengo especial cariño porque es la primera chapuza, si bien plagada de errores y desconocimiento. Con el tiempo mejoré la performance... ya iré posteando...
Preparé la decocción de cincuenta centímetros de trichocereus tercherskii, (descartado el núcleo, herví durante cuatro horas el primer centímetro de corteza).
Después de cuatro horas de hervor quedó en el fondo de la olla la decocción pastosa y verdosa que se correspondía con la medida de un chopp. Empuñé el chopp de pronunciadas estrías y traté de tomarlo lo más rápido posible. Sólo pude beberlo de a pequeños tragos ya que era interrumpido por las arcadas que me provocaba su sabor peculiar. Tengo que destacar que es lo más asqueroso que probé en la vida. Bebido el contenido del chopp hice buches para disimular su sabor amargo y me acosté en un sillón a esperar la primera sensación extraña inducida por las propiedades enteog. de la mescalina. Al rato la cara me irradiaba calor, el parpadear obturaba fogonazos de luz bajo los ojos, y sentía las piernas levemente adormecidas. Traté de dominar las arcadas, pero el cóctel de espiritualidad chamánica me cayó mal. Al cabo de cuarenta minutos y por espacio de dos horas vomité ocho veces. Las arcadas y las convulsiones se repetían con mayor frecuencia. Me movía en el sillón tratando de encontrar una postura que me aliviara. Sentía el hígado hinchado y a punto de estallar, como si un globo ocupara todo el costado derecho y sobre el cual era imposible apoyarse por el dolor. Nunca tuve un dolor de estómago semejante. Toda mi capacidad intelectual estaba
puesta en vomitar y en tratar de recomponerme. Las dos horas siguientes las pasé sentado en la bañera, concentrándome en el agua que corría entre las piernas y en que no surgiera algún hilo de sangre, ya que era consciente de que no tenía el control y que al estar solo uno podía herirse o golpearse accidentalmente. No tenía voluntad para moverme y me asaltaba el terror recurrente de no regresar nunca de la excursión. Sólo me concentraba en tratar de superar el malestar corporal. Me acosté en la cama y cerré accidentalmente los
ojos a causa de las convulsiones. ¡Guaaaau! Ahí empezó el trip.
Lentamente las arcadas desaparecieron, las convulsiones se fueron aplacando y las imágenes caleidoscópicas lo invadieron todo. Superado el trance de purificación o de limpieza, la serenidad que adviene es una revelación en sí misma. Entonces, de pronto sentí que ya no me sentía mal y me concentré en disfrutar de las imágenes que variaban según la posición y el movimiento del cuerpo, o la luz que se filtraba a través de los párpados. Durante siete horas no hice otra cosa que mirar. Las alucinaciones se sucedían en un campo sembrado y acariciado por una leve brisa. A partir de ahí el plano se inclinaba, las figuras que se mecían acompasadamente por la brisa hacia un lado y hacia otro cambiaban, eran reemplazadas continuamente por otras, se oscurecía o aclaraba el paisaje del cuadro, se producían invasiones de colores y formas, pero toda la secuencia se ajustaba a un plano con figuras
cambiantes que se mecían en un balanceo sincrónico. En ese mismo soporte apareció una garra inmensa, y por detrás surgió en dos oportunidades una sombra, un cono envuelto en una capa oscura que no pude ver bien pero que lo asocié a una persona, un gigante a mis espaldas. Girara la cabeza hacia un lado o hacia otro buscándolo, él huía de las miradas frontales y se mantenía a una distancia prudente, anclado a noventa grados de mi ángulo de visión. Había leído que era mescalito, el espíritu del cactus, o sencillamente la muerte.
Después me arrepentí de no haberle preguntado nada, como aconsejan experiencias más avezadas. Tan absorto estaba en ver toda esa belleza novedosa, y tan contento de haber superado parcialmente el malestar que me olvidé de formular una pregunta. Después supe que no era así. Si bien no tuve claridad para preguntar objetivamente porque aún estaba aturdido por la dosis terapéutica, mescalito, (o como prefiera llamarse a ese estado de
percepción aguda), me sugirió la respuesta a una pregunta que me venía obsesionando desde hacía años. Me fue insinuada sutilmente, es decir, yo no sabía que quería preguntarlo, pero toda mi energía estaba enfocada desde hacía tiempo en esa dirección, y recuerdo que durante todas esas horas el pensamiento de fondo era el mismo.
Esto es historia concreta:
en las partidas de defunción de mi abuelo materno y de mi madre, quedó asentado que ambos habían muerto como consecuencia de la misma enfermedad (trombosis mesentérica), a la misma edad, incluso el mismo mes, con espacio de cuatro días y treinta años. Ahora yo, intoxicado con una buena dosis de alcaloides psicoactivos quería averiguar mi suerte. Es decir, ¿moriría presa de las convulsiones y despanzurrado como un pollo para que me extrajeran de las entrañas ocho metros de intestino inconsistente como le sucedió a mi madre?
Sigo. El destino de mi pregunta era la pregunta de mi destino. A través de las alteraciones visuales: formas, ubicación de las sombras, colores y sutiles cambios de matices, me es difícil extraer una respuesta concreta,o la respuesta no puntúa razonablemente entre el sí o no occidental y cristiano al que estamos acostumbrados cuando preguntamos alguna cosa, y se nos responde instantáneamente como apretando un botón, sino que se manifiesta en términos de poesía. Por un lado, las imágenes del viaje, inmensamente bellas y placenteras, por otro,
los dolores abdominales, claramente premonitorios ya que se mantuvieron, aunque disminuyendo, durante toda la sesión.