Yo fumo desde hace unos cuantos años y recuerdo muchas, pero me voy a referir a una. El invierno pasado me picó una garrapata y casi me manda pal otro barrio, estuve una semana medio muerto, entubao hasta las orejas y, cuando pasó el peligro, había adelgazado 11 kilos. Estaba solo en una habitación de la planta baja de un hospital en Granada, el médico me había vuelto a poner alimento sólido, pero era incapaz de tragar ni agua. Y entonces decidí automedicarme. Llamé a un colega y le chantajeé para que me trajese un canuto, cosa que hizo a regañadientes. Se quedó vigilando cuando me lo fumaba asomado a la ventana. No fuí capaz de fumar ni la mitad y agarré un cebollón omnipotente que me tuve que tirar otra vez en la cama, y mi amigo acojonao, pero yo más a gusto que tó. Cuando vino la enfermera con aquella bazofia de cena que dan en los hospitales, me jalé hasta el plato. Más tarde, ya con las luces apagadas, consciente de la recuperación del cuerpo minuto a minuto, me fumé el resto, insensible al frío nocturno de diciembre, mirando hacia las otras ventanas del hospital, imaginando aleatoriamente las historias que encerraba cada ventana. Entonces escuché el zumbido de la maquinaria social, grave y poderoso, las mismas entrañas donde se escondía lo feo y lo sucio y lo que no se debía ver, las cosas que hay detrás de tantas caras de la gente con que te cruzas en la calle, el fragor de los bandazos que da la vida, el orgullo inabarcable del prisionero recién escapado y me sentí en paz con el mundo y conmigo mismo. Fue un solo porro en dos fases, pero sin duda una gran fumada.